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La Habana: el viaje fue mirar

De Barranquilla, Atlántico (Colombia) partí con poco equipaje. Era mi primer viaje a Cuba. No esperaba a que todo fuese como la postal turística; confié en mis ojos a la hora de andar; no llevé mucha ropa; y mi sombrero era la brisa, al igual que Toño Fernández, el gaitero mayor.

Cuando vi el agua salada se me vino a la mente una serie de trozos de canciones cubanas que, a mi parecer, podían ser el sonido de la sonrisa de La Habana: el Malecón. También me acordé de la cumbia, de su movimiento que se parece al del agua salada. Pensé en el vaivén de la hamaca y en que Papaíto tenía razón, ahí no se sufre ni se llora.
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Atenta a la sinfonía coqueta de las olas me entró la duda: ¿será el mar o la mar? No supe contestarme, no encontré las palabras para establecer un contraste. Le llamé nostalgia, pues fue lo que sentí al contemplar el agua inquieta desde una ciudad que brinda sus pasados. 

Caminaba lento, aguardaba y miraba. Me dejé llevar por el tiempo que ha abrazado a La Habana. Sin afanes dejaba que su cotidianidad venciera mi timidez para poder acercarme más a la gente, a la cubanía, a lo que espera todavía. El zoom eran los pies.

No me aferraré a las palabras ahora, que lo que escribí con la luz se atreva a expresar algo, que delate el vaivén habanero o el pellejo de la ciudad, que por lo menos adorne un silencio.
La Habana: el viaje fue mirar
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